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Prólogo al Tratado de la servidumbre liberal, de Jean-léon Beauvois

Beauvois y la libertad leninista

Slavoj Žižek

 

He aquí cómo expone Lenin su postura sobre la libertad en una polémica contra la crítica de mencheviques y socialistas revolucionarios al poder bolchevique en 1922:

«De hecho, los sermones que […] los mencheviques y los socialistas revolucionarios predican expresan su verdadera naturaleza: “La revolución ha ido demasiado lejos. Lo que vosotros decís ahora nosotros lo decimos desde siempre, permitidnos que lo repitamos”. Pero nosotros respondemos: “Permitidnos poneros delante de un pelotón de fusilamiento por decir eso. O bien evitáis expresar vuestros puntos de vista o, si insistís en expresar en público vuestras opiniones políticas en las actuales circunstancias, cuando nuestra posición es mucho más difícil de lo que era cuando los guardias blancos nos atacaban directamente, seréis los únicos culpables de que os tratemos como a los elementos peores y más perniciosos de la guardia blanca”»1.

Esta libertad de elección leninista —no entre «la bolsa o la vida» sino entre «la crítica o la vida»— combinada con su actitud despectiva hacia la idea «liberal» de libertad, explica la mala reputación de Lenin entre los liberales. Las alegaciones de éstos descansan en el rechazo a la convencional oposición marxista-leninista entre la libertad «formal» y la «real»: incluso liberales de izquierdas como Claude Lefort resaltan una y otra vez que la libertad es, en su noción misma, «formal», de modo que la «libertad real» es equiparable a la falta de libertad2. Es decir, con respecto a la libertad, Lenin se recuerda más por su famosa contestación de «libertad sí, pero ¿para QUIÉN? ¿Para hacer QUÉ?»; para él, en el caso arriba citado, la «libertad» menchevique de criticar al gobierno bolchevique equivalía de hecho a «libertad» para debilitar el gobierno de los obreros y los campesinos en nombre de la contrarrevolución... ¿Acaso no es hoy más que obvio, tras la aterradora experiencia del Socialismo Real, dónde reside el fallo de este razonamiento? En primer lugar, reduce una constelación histórica a una situación cerrada y completamente contextualizada en la que las consecuencias «objetivas» de nuestros actos están completamente determinadas («con independencia de vuestras intenciones, lo que ahora estáis haciendo sirve objetivamente […]»); en segundo lugar, la posición de enunciación de dichas declaraciones usurpa el derecho a decidir qué «significan objetivamente» nuestros propios actos, de modo que su aparente «objetivismo» (el enfoque en el «significado objetivo») es la forma de apariencia de su opuesto, el completo subjetivismo: yo decido qué significan objetivamente tus actos, porque yo defino el contexto de una situación (por ejemplo, si concibo mi poder como el equivalente o la expresión inmediatos del poder de la clase obrera, todos los que se oponen a mí son «objetivamente» enemigos de la clase obrera). Contra esta contextualización plena, debería resaltarse que la libertad es «real» precisa y únicamente en cuanto capacidad para «trascender» a las coordenadas de una situación dada, de «plantear los presupuestos» de la propia actividad (como habría dicho Hegel), es decir, de redefinir la situación en sí en la que uno está activo. Además, como han señalado muchos críticos, el propio término «socialismo real», aunque acuñado para afirmar los éxitos del socialismo, es en sí mismo prueba del completo fracaso del socialismo, es decir, del fracaso del intento de legitimar los regímenes socialistas; el término «socialismo real» surgió en el momento histórico en el que la única razón legitimadora del socialismo era el mero hecho de su existencia...3

¿Es ésta, sin embargo, toda la historia? ¿Cómo funciona de hecho la libertad en las propias democracias liberales? Aunque la presidencia de Clinton ejemplifica la Tercera Vía de la actual (ex)izquierda sucumbida ante el chantaje ideológico de la derecha, su programa de reforma sanitaria habría equivalido, no obstante, a una especie de ley, al menos en las condiciones actuales, porque se habría basado en el rechazo a las ideas hegemónicas de que es necesario reducir el gasto y la administración del Gran Estado; en cierta medida, «haría lo imposible». No es de extrañar, por lo tanto, que fracasase: su fracaso —quizá el único acontecimiento, aunque negativo, de la presidencia de Clinton— atestigua la enorme fuerza de la noción ideológica de la «libertad de elección». Es decir, aunque la gran mayoría de los denominados «ciudadanos comunes» no conocían adecuadamente el programa de reformas, el grupo de presión médico —¡dos veces más fuerte que el infame grupo de defensa!— consiguió imponer en la población la idea fundamental de que, con la sanidad universal, la libertad de elección (en asuntos concernientes a la medicina) se vería de algún modo amenazada. Contra esta referencia puramente ficticia a la «libertad de elección», toda enumeración de «datos concretos» (en Canadá, la atención sanitaria es menos cara y más eficaz, con la misma libertad de elección, etc.) resultó ineficaz.

Nos encontramos aquí en pleno centro nervioso de la ideología liberal: la libertad de elección, basada en la idea del sujeto «psicológico» dotado de propensiones que intenta hacer realidad. Y esto es especialmente aplicable hoy, en la era de lo que sociólogos como Ulrich Beck denominan la «sociedad del riesgo»4, cuando la ideología dominante se esfuerza por vendernos la mismísima inseguridad causada por el desmantelamiento del Estado del bienestar como la oportunidad de alcanzar nuevas libertades: ¿tiene usted que cambiar de trabajo todos los años, dependiendo de contratos de corta duración en lugar de un puesto estable y duradero? ¿Por qué no considerarlo como una liberación de las restricciones que supone un trabajo fijo, y como una oportunidad de reinventarse una y otra vez, para captar y comprender los potenciales ocultos de su personalidad? ¿Ya no puede confiar en el plan de salud y en el plan de jubilación convencional, de modo que tiene que optar por una cobertura adicional que debe pagar? ¿Por qué no percibirlo como una oportunidad adicional de elegir: bien una mejor vida ahora o bien seguridad a largo plazo? Y si este predicamento le provoca a usted ansiedad, el ideólogo posmoderno o de la «segunda modernidad» lo acusará inmediatamente de ser incapaz de asumir una libertad plena, o de «huir de la libertad», de apegarse con inmadurez a las viejas formas estables...
Aún mejor, cuando esto se inscribe en la ideología del sujeto entendido como individuo psicológico preñado de habilidades y tendencias naturales, entonces por así decirlo interpreto todos estos cambios como resultado de mi personalidad, no como resultado de que las fuerzas del mercado me arrojen de un lado a otro.

Fenómenos como éstos hacen mucho más necesario hoy el reafirmar la oposición entre la libertad «formal» y la libertad «real» en un sentido nuevo y más preciso. Lo que necesitamos hoy, en la era de la hegemonía liberal, es un traité «leninista» de la servitude liberale, una nueva versión del Traité de la servitude volontarie de La Boetie que justifique plenamente el aparente oxímoron de «totalitarismo liberal». Y esto nos lleva finalmente a Jean-Léon Beauvois, que dio el primer paso en este sentido con su precisa exploración de las paradojas que supone el otorgarle al sujeto la libertad de elegir5. Los repetidos experimentos realizados por él establecían la siguiente paradoja: si, DESPUÉS DE conseguir que dos grupos de voluntarios accedan a participar en un experimento, se les informa de que dicho experimento supondrá algo desagradable, contrario a su ética incluso, y si, en ese momento, se le recuerda al primer grupo que tiene libre posibilidad de decir que no, y al otro no se le dice nada, en AMBOS grupos, el MISMO porcentaje (muy elevado) aceptará seguir participando en el experimento. Lo que esto significa es que conceder la libertad de elección formal no marca diferencia alguna: aquellos a quienes se les da libertad escogen lo mismo que aquellos a quienes (implícitamente) se les niega. Esto, sin embargo, no significa que el recordatorio o la concesión de libertad no supongan diferencia alguna: aquellos a quienes se les da libertad de elegir no tienden meramente a escoger lo mismo que aquellos a quienes se les niega; ante todo, tienden a «racionalizar» su decisión «libre» de seguir participando en el experimento, incapaces de soportar la llamada disonancia cognitiva (su conciencia de que actúan LIBREMENTE contra sus intereses, propensiones, gustos o normas), tienden a cambiar de opinión acerca del acto que se les pide que realicen. Pongamos que a un individuo se le pide en principio que participe en un experimento relativo al cambio de los hábitos de alimentación, para combatir el hambre; después, cuando ya ha aceptado participar, en el primer encuentro en el laboratorio, se le pide que se trague un gusano vivo, con el recordatorio explícito de que, si este acto le parece repulsivo, puede, desde luego, decir que no, porque tiene plena libertad de elegir. En la mayoría de los casos, lo hará, y después lo racionalizará diciéndose a sí mismo cosas como: «lo que se me pide que haga ES asqueroso, pero yo no soy cobarde, debería mostrar valentía y autocontrol, ¡de lo contrario a los científicos les pareceré una persona débil que se retira al menor obstáculo!» Además, un gusano tiene muchísimas proteínas y podría usarse de hecho para alimentar a los pobres. ¿Quién soy yo para poner en peligro un experimento tan importante por mi trivial sensiblería? Y finalmente, quizá mi asco hacia los gusanos no sea más que prejuicio, quizá un gusano no sea tan malo ¿no sería el probarlo una experiencia nueva y atrevida? ¿Y si eso me permite descubrir una dimensión inesperada, ligeramente perversa, hasta ahora desconocida, de mí mismo?»

Beauvois enumera tres modos de lo que lleva a las personas a cumplir dicho acto en contra de su propensión o sus intereses percibidos: autoritario (la pura orden: «¡deberías hacerlo porque yo lo digo, sin cuestionarlo!», sostenida por la recompensa si el sujeto la cumple y el castigo si no la cumple); totalitario (la referencia a una causa superior, a un bien común que es mayor que el interés percibido del sujeto: «¡deberías hacerlo porque, aunque sea desagradable, le sirve a tu nación, tu partido, la humanidad!»); y liberal (la referencia a la naturaleza interna del sujeto: «lo que se te pide tal vez parezca repulsivo, pero si buscas profundamente en tu interior descubrirás que está en tu verdadera naturaleza el hacerlo, te resultará atractivo, descubrirás dimensiones nuevas e inesperadas de tu personalidad!»). En este punto, habría que corregir a Beauvois: el autoritarismo directo es prácticamente inexistente; hasta el régimen más opresivo legitima públicamente su reinado con la referencia a un bien superior, y el hecho de que, en último término, «tú tienes que obedecer porque yo lo digo» sólo resuena como su obsceno complemento discernible entre líneas. Es por el contrario la especificidad del autoritarismo habitual el referirse a un bien superior («¡sean cuales sean tus inclinaciones, tienes que seguir mi orden en virtud de un bien superior!»), mientras que el totalitarismo, como el liberalismo, interpela al sujeto en nombre de SU PROPIO bien («¡lo que tal vez te parezca una presión externa, es en realidad expresión de tus intereses objetivos, de lo que tú REALMENTE QUIERES sin saberlo!»). La diferencia entre ambos reside en otra parte: el «totalitarismo» le impone al sujeto su propio bien, aunque sea contra la voluntad de dicho sujeto; recuérdese la famosa (e infame) declaración del rey Carlos: «si alguien es tan estúpidamente antinatural como para oponerse a su rey, su país y su propio bien, nosotros lo haremos feliz, con la bendición de Dios, incluso contra su voluntad». (Carlos i de Inglaterra al Conde de Essex, 6 de agosto de 1644). Aquí encontramos ya el posterior tema jacobino de la felicidad como factor político, así como la idea saint-justiana de obligar a las personas a ser felices... El liberalismo intenta evitar (o, mejor dicho, tapar) esta paradoja aferrándose hasta el final a la ficción de la autopercepción libre e inmediata del sujeto («no afirmo saber mejor que tú lo que quieres; ¡simplemente mira en tu interior y decide con libertad qué quieres!»).

La razón de este fallo en la línea de argumentación de Beauvois es que no reconoce que la autoridad tautológica abisal (el «porque yo lo digo» del Amo) no funciona sólo debido a las sanciones (castigo/recompensa) que implícita o explícitamente evoca. Es decir, ¿qué hace, en efecto, que un sujeto escoja libremente lo que se le impone en contra de sus intereses o propensiones? A este respecto, la investigación empírica de las motivaciones «patológicas» (en el sentido kantiano del término) no basta: la enunciación de una orden que impone en su receptor una obligación o un compromiso simbólico transmite una fuerza inherente propia, de modo que lo que nos induce a obedecer es el mismísimo rasgo que puede parecer un obstáculo: la ausencia de «por qué». En esto Lacan tal vez proporcione cierta ayuda: el «significante Amo» lacaniano designa precisamente esta fuerza hipnótica de la orden simbólica que descansa sólo en su propio acto de enunciación; es aquí donde encontramos la «eficiencia simbólica» en su mayor pureza. Los tres modos de legitimar el ejercicio de la autoridad («autoritario», «totalitario», «liberal») no son más que tres tipos de tapadera, de cegarnos ante la fuerza seductora, el abismo de este llamamiento vacío. En cierto sentido, el liberalismo es incluso a este respecto el peor de los tres, porque NATURALIZA las razones de la obediencia en la estructura psicológica interna del sujeto. Por consiguiente la paradoja es que los sujetos «liberales» son en cierto modo los menos libres: cambian la mismísima opinión/percepción de sí mismos, aceptando que lo que se les IMPONE surge de su «naturaleza»; ni siquiera son ya CONSCIENTES de su subordinación.

Fijémonos en la situación de los países del este de Europa en torno a 1990, cuando el Socialismo Real se estaba desmoronando: de repente, los ciudadanos se vieron arrojados a una situación de «libertad de elección política»; sin embargo, ¿se les planteó REALMENTE en algún momento la pregunta fundamental de qué tipo de orden nuevo querían de hecho? ¿Acaso no se encontraron en la situación exacta del sujeto-víctima de un experimento Beauvois? Al principio les dijeron que entraban en la tierra prometida de la libertad política; y poco después, les informaron de que esta libertad supone una privatización salvaje, el desmantelamiento de la seguridad social, etc., etc.; siguen teniendo libertad de elegir, y por ello, si quieren, pueden salirse; pero no, nuestros heroicos europeos orientales no querían desilusionar a sus tutores occidentales y persistieron con estoicismo en una decisión que nunca habían tomado, convenciéndose de que debían comportarse como sujetos maduros y conscientes de que la libertad tiene su precio... Por eso la noción del sujeto psicológico dotado de propensiones naturales, que tiene que darse cuenta de su verdadero yo y de sus potenciales, y que es, en consecuencia, el responsable máximo de su éxito o de su fracaso, es el ingrediente clave de la libertad liberal. Y aquí deberíamos arriesgarnos a reintroducir la oposición leninista entre libertad «formal» y libertad «real»: en un acto de libertad real, uno se atreve precisamente a ROMPER esta capacidad seductora de la eficiencia simbólica. Ahí reside el momento decisivo de la sarcástica respuesta de Lenin a sus críticos mencheviques: la elección verdaderamente libre es aquella en la que no sólo escojo entre dos o más opciones DENTRO DE un par de coordenadas dado, sino aquella en la que decido cambiar el propio conjunto de coordenadas. La trampa de la «transición» del socialismo real al capitalismo fue que los ciudadanos nunca tuvieron la oportunidad de elegir de hecho el ad quem de esta transición; de repente, se vieron (casi literalmente) «arrojados» a una nueva situación en la que les presentaron un nuevo conjunto de opciones dadas (liberalismo puro, conservadurismo nacionalista...). Lo que esto significa es que la «libertad real» entendida como acto de cambio consciente de este conjunto sólo se da cuando, en la situación de una opción forzosa, uno ACTÚA COMO SI LA OPCIÓN NO FUESE FORZOSA y «escoge lo imposible».

De eso tratan los ataques obsesivos de Lenin contra la libertad «formal», ahí reside su «núcleo racional» que vale la pena salvar hoy: cuando él subraya que no hay ninguna democracia «pura», que siempre deberíamos preguntar a quién sirve la libertad en consideración, cuál es la función de dicha libertad en la lucha de clases, su fin es precisamente el de mantener la posibilidad de la VERDADERA elección radical. A eso equivale en último término la distinción entre libertad «formal» y libertad «real»: la libertad «formal» es la de elegir DENTRO DE las coordenadas de las relaciones de poder existentes, mientras que la libertad «real» señala el espacio de una intervención que socava las coordenadas en sí. En resumen, el objetivo de Lenin no es limitar la libertad de elección, sino mantener la opción fundamental: cuando Lenin pregunta cuál es la función de una libertad dentro de la lucha de clases, lo que pregunta precisamente es: «esta libertad ¿aumenta o disminuye la opción revolucionaria fundamental?»

El programa televisivo más popular en el otoño de 2000 en Francia, con una cuota de espectadores que duplicó la de notorios programas de telerrealidad del tipo «Gran Hermano» fue C’est mon choix («Es mi decisión») de France 3, un programa cuyo invitado es siempre una persona común (o, excepcionalmente, conocida) que ha tomado una decisión peculiar que ha determinado todo su modo de vida: uno de ellos decidió no llevar nunca ropa interior, otro intenta todo el tiempo encontrar una pareja sexual más adecuada para su padre y su madre; la extravagancia se permite, se solicita incluso, pero con la exclusión explícita de opciones que pueden incomodar al público (por ejemplo, una persona que elige ser y actuar como racista, está excluida a priori). ¿Se puede imaginar un mejor predicamento de a qué equivale de hecho la «libertad de elección» en nuestras sociedades liberales? Podemos seguir tomando nuestras pequeñas decisiones, «reinventándonos» en profundidad, con la condición de que estas decisiones no perturben seriamente el equilibrio social e ideológico. Con respecto a C’est mon choix, lo verdaderamente radical sería centrarse de hecho en las opciones «perturbadoras»: invitar a personas tales como racistas convencidos, es decir, personas cuya opción (cuya diferencia) SÍ constituya una diferencia. A esto se debe también que hoy la «democracia» sea un tema cada vez más falso, una noción tan desacreditada por su uso predominante que, tal vez, deberíamos arriesgarnos a cedérsela al enemigo. ¿Dónde, cómo y por quién se toman las decisiones claves referentes a asuntos sociales globales? ¿Se toman en el espacio público, mediante la participación activa de la mayoría? Si la respuesta es sí, es de importancia secundaria que el Estado tenga un sistema de un solo partido, etc. Si la respuesta es no, es de importancia secundaria que tengamos una democracia parlamentaria y libertad de elección individual.

¿No se dio algo homólogo a la invención del individuo psicológico liberal en la Unión Soviética a finales de la década de 1920 y comienzos de la de 1930? El arte vanguardista ruso de comienzos de los veinte (futurismo, constructivismo) no sólo respaldaba con celo la industrialización, incluso se afanaba por reinventar el nuevo hombre industrial: ya no el viejo hombre de pasiones sentimentales y arraigado en las tradiciones, sino el hombre nuevo que acepta de grado su función de perno o tornillo en la gigantesca máquina industrial coordinada. Como tal, dicho arte era subversivo en su propia «ultraortodoxia», es decir, en su excesiva identificación con el núcleo de la ideología oficial: la imagen de los hombres y mujeres que obtenemos en Eisenstein, Meyerhold, los cuadros constructivistas, etc., resalta la belleza de sus movimientos mecánicos, su profunda depsicologización. Lo que en Occidente se percibía como pesadilla suprema del individualismo liberal, como contrapunto ideológico de la «taylorización», del repetitivo trabajo fordista, se presentó en Rusia como la perspectiva utópica de la liberación: recuérdese que Meyerhold insistió violentamente en un planteamiento «conductista» de la interpretación: ya no una familiarización enfática con el personaje que el actor está interpretando, sino la despiadada formación personal destinada a la fría disciplina corporal, a la capacidad del actor para representar la serie de movimientos mecanizados6... ESTO fue lo insoportable para Y EN la ideología estalinista oficial, de modo que el «realismo socialista» estalinista FUE de hecho un intento de reafirmar un «socialismo con rostro humano», es decir, de reinscribir el proceso de industrialización en las limitaciones del individuo psicológico tradicional: en los textos, los cuadros y las películas realistas socialistas, los individuos ya no se presentan como partes de la máquina global, sino como personas cálidas y apasionadas.

Slavoj Žižek

 Traducción de Cristina Piña Aldao

Prólogo al Tratado de la servidumbre liberal, de Jean-Léon Beauvois

  

1  V.I. Lenin, Informe político al Comité Central de RCP, 27 de marzo de 1922.

2 C. Lefort, Democracy and Political Theory, Minneapolis, Minnesota University Press. 1988.

3 Puesto en los términos de Alain Badiou de oposición entre el ser y el acontecer (véase su L’entre et l’evenement), la caída del término «socialismo realmente existente» señala el final y la completa reinscripción de los regímenes comunistas en el positivo orden del ser: aún el más mínimo potencial utópico todavía es discernible en la más salvaje movilización estalinista y, después, en el «deshielo» kruscheviano, definitivamente desaparecido.

4 Véase U. Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós, 1998.

5 J.-L. Beauvois, Tratado de la servidumbre liberal, edición original francesa: París, Dunod, 1994.

6 Véanse los capítulos 2 y 3 del libro de S. Buck-Morss, Mundo soñado y catástrofe, Madrid, Visor, 2004.